Estaba
anocheciendo. Habían salido temprano en dirección a la montaña, justo al norte
de donde su casa se encontraba.
Buscar comida desde lo más temprano de la mañana
y no haber encontrado nada resultaba un tanto frustrante para los dos hermanos.
Su madre les había encargado traer algo para la comida y con uno o dos conejos
bastaba, aunque si podían traer algo más, mejor que mejor. Sin embargo ya
habían dejado atrás el bosque y no habían cazado ningún animal. El sigilo no
era uno de sus puntos fuertes y los asustaban a su paso, aunque tal vez no
fuera eso y se tratase de sus grandes armas, que bien provistos de ellas iban.
Llegó un punto en el que el bosque daba pie a la
montaña. Podían intentar cazar desviándose de esta, pero se conocían el bosque
lo suficiente como para hacerlo. Así que decidieron continuar de frente
adentrándose y subiendo por el camino de la inmensa y alta masa de tierra que
se alzaba ante ellos.
Su madre siempre les recomendaba no hacerlo ya
que era un camino peligroso, pero no llevar nada de cena a casa era peor: la
furia de una montaña no tiene nada que hacer contra la furia de una madre.
El ascenso era angosto y lleno de grandes rocas.
Tuvieron que subir por encima de algunas para poder continuar su paso. Una rama
traviesa de un árbol seco decidió jugar con el ojo de uno de los hermanos y le
propinó tal arañazo que le hizo retroceder varios pasos. Ya habían avanzado
bastante y caerse no era ni por asomo una opción a barajar, así que mantuvo la
compostura y continuó el camino junto a su hermano.
No pasó ni un instante cuando llegaron a una
zona llana, un claro en la montaña que les permitió descansar durante algunos
minutos, pero no pasaron ni dos cuando de pronto una multitud de conejos
cruzaron velozmente ante ellos.
No lo dudaron, les dieron caza enseguida. ¡Ya
está! ¡Por fin!, pensaron. El haber estado cazando hasta que cayera el sol al
menos había dado sus frutos. Pero no todo era bueno, no siempre.
La bajada de lo que habían recorrido de montaña
les costó un poco más que la subida, y más ahora que llevaban la carga de los
conejos. Un fatal resbalón con una roca hizo que el hermano del ojo arañado
cayera ladera abajo. La caída afortunadamente no fue muy larga pero se había
roto una pierna y no tuvo más remedio que ir cojeando el resto del trayecto. La
noche ya había entrado de lleno cuando terminaron de cruzar el bosque de nuevo
para llegar a su casa.
En ese mismo instante, no muy lejos de allí, en
el pequeño pueblo de Einst, un cartel pegado a un poste de madera se despegaba
dejando rastros resecos de papel amarillento. En él rezaba lo que parecía ser
la desaparición de dos niños pequeños. Hacía diez años que alguien lo había
pegado allí y desde entonces nadie lo había quitado, solo el viento y el paso
del tiempo habían podido ya con él.
Los hermanos llegaron por fin a su casa. Después
de un día nefasto de cacería por fin estaban de regreso. Atravesaron el oscuro
y frío agujero que tenían enfrente y se adentraron de lleno en él. Soltaron los
conejos en el suelo y junto al resto de su familia, comenzaron a darse el
festín de ese día.
Andar a cuatro patas era complicado, más aún si
una de ellas estaba fracturada, pero llevar tanto tiempo perdidos y haberse
acostumbrado a vivir con lobos, había resuelto ese problema.